La condena a muerte del futbolista iraní y el silencio de la FIFA

Amir Nazr-Azadani fue condenado a muerte por participar en las protestas contra el régimen. La máxima organización del fútbol no se ha expresado. Los casos de otros futbolistas ejecutados y condenados



En los tres partidos de Irán durante el Mundial de Qatar, varios de sus hinchas mostraron la camiseta de su Selección.

Pero no era la de Mehdi Taremi, su estrella, delantero del Porto ni la de Ehsan Hajsafi, su capitán. Tampoco se trató del triunfo de las marcas deportivas que han logrado algo impensado una década atrás: que personas de cualquier edad vistan las camisetas de su equipo en cualquier sitio y mucho más en las canchas.

La que mostraban, desplegada para que se viera el dorsal con el número 22, llevaba el nombre de Mahsa Amini. Mahsa era una joven de 22 años que en septiembre de este año fue arrestada junto a su familia en las calles de Teherán por la Policía de la Moral.

La acusaron de no estar vestida cómo indican las normas: tenía el hiyab mal colocado. Los policías los subieron a golpes al vehículo que los trasladaría hasta el lugar de detención.

En el trayecto les siguieron pegando. A Mahsa la impactaron con una porra en la nuca. Ella perdió el conocimiento. Los oficiales iraníes se burlaron y la acusaron de sobreactuar. Le negaron atención médica durante horas pese a los ruegos de sus familiares.

El daño fue irreversible. Después de tres días en coma, se declaró su muerte. La joven se convirtió en un símbolo de la lucha por las libertades en el país asiático y provocó un movimiento de protestas que fue escalando. Y que también llegó al Mundial.

El equipo de Irán antes del partido contra Inglaterra (REUTERS/Marko Djurica)

El primer partido los jugadores iraníes no cantaron el himno de su país. Fue su manera de acompañar las protestas. El capitán Hajsafi declaró en favor de los manifestantes y pidió libertades. Dijo que “la situación no es buena y la gente no está contenta”. Y, sin mencionar al gobierno, aclaró que jugarían por el pueblo iraní.

Expresó también sus condolencias a los familiares de la represión y les dijo que “estaba de su lado”. Ese día el equipo fue goleado por Inglaterra. Antes del segundo partido, el plantel entonó el himno presionado (y amenazado) por el régimen iraní. El público los silbó.

Durante ese juego, igual que en el primero, hubo iraníes exiliados que mostraron la camiseta 22 con el nombre de Mahsa. Tenían también las uñas pintadas de blanco, verde y rojo con la consigna: Mujeres, Vida y Libertad (el lema de las protestas en su país).

Pero duraron poco en las tribunas. Fanáticos -en todas las acepciones del término- iraníes, se supone enviados por su gobierno, los rodearon, robaron las camisetas y los empujaron fuera del estadio. Nadie hizo nada por impedirlo. Los agresores siguieron en Qatar hasta la finalización de la participación iraní. La FIFA no vetó su ingreso al tercer partido cuando ya no quedaban dudas de que no iban a alentar a su equipo sino que funcionaban como cancerberos del régimen.

A lo largo del torneo cuando no fueron ellos los que arrebataron las banderas con consignas que protestaban contra la República Islámica o pedían por los derechos de las mujeres en su tierra, se encargaban de que la seguridad del estadio lo hiciera.

El tercer partido de la selección asiática también produjo polémica. Era un enfrentamiento geopolítico: Irán – Estados Unidos. El ganador, además, conseguía el pase a la siguiente ronda.

Una simpatizante de la selección iraní recuerda a Mahsa Amini, en uno de los partidos jugados por Irán en Qatar

La derrota impidió que pasaran a la siguiente fase, con el agravante de haber sido vencidos por su mayor enemigo en Occidente.

Sin embargo por las calles de Teherán hubo bocinazos, silbidos, algún fuego artificial y varios hicieron sonar sus vuvuzelas festejando no ya la derrota del equipo de fútbol sino que el régimen de Ali Jamenei no pudiera usufructuar el triunfo deportivo.

Las manifestaciones callejeras festejando la victoria ante Gales en el segundo partido habían molestado a muchos y enfervorizado al gobierno autoritario. En las calles, tras la derrota frente a Estados Unidos, se escuchó el grito de “Muerte al dictador”.

Hubo también represión por parte de las fuerzas oficiales y fueron asesinados por balas policiales, al menos, dos automovilistas que tocaron sus bocinas para festejar la derrota.

Uno de ellos fue Mehran Samak, de 27 años. Samak había sido amigo de la infancia de Saeied Ezatolahi, integrante del plantel iraní en el Mundial, uno de los derrotados en el campo de juego. Ezatolahi recordó a su amigo en las redes sociales y expresó su dolor. Y escribió en Instagram: “Esto no es lo que nuestra juventud se merece. Esto no es lo que nuestra Nación se merece”.

Durante ese tercer partido, las fuerzas de choque iraníes y los miembros de la seguridad de los estadios qataríes atacaron a los manifestantes que cantaban el lema Mujeres, Vida y Libertad o que blandían la camiseta de Amini. Las protestas de diversos organismos internacionales se multiplicaron. Ante el incremento de las presiones y la difusión de los videos que mostraban la represión dentro de los estadios, la FIFA permitió para los cotejos siguientes las banderas con el lema y las camisetas iraníes con el número 22 y el nombre de la chica asesinada. El detalle no menor es que a esa altura del torneo la selección iraní ya se encontraba eliminada.



La FIFA siempre se ha mostrado reacia a pronunciarse en contra de los gobiernos autoritarios. El latiguillo que han repetido durante décadas sus distintos presidentes es que no debe mezclarse política y deporte. Ya no se trata de una falacia sino de una simple mentira.



La política es una de las facetas, una de las dimensiones, del deporte profesional moderno. Así como los mundiales son un hecho deportivo, son también, al mismo tiempo, un evento de relevancia económica, un suceso político y un fenómeno sociológico entre otras cosas. Cada una de esas dimensiones se intersecta y se imbrican de una manera inseparable.



Lo que las autoridades de la FIFA han evitado siempre son los pronunciamientos contra acciones de los gobiernos, pronunciamientos que podrían complicar sus futuros negocios.

La FIFA nunca dejó de interactuar y de maniobrar políticamente con gobiernos de distinta legitimidad de origen y de ejercicio. Pero ese, claro, no es un fenómeno nuevo. Los ejemplos sobran Los más evidentes son el Mundial del 1934 en la Italia fascista de Mussolini, el Mundial de 1938 que debía ser disputado en Sudamérica y fue llevado a Francia por Jules Rimet por la cercanía de la Segunda Guerra, el de 1978 jugado bajo la dictadura militar argentina.



La FIFA desde sus estatutos prohíbe la injerencia del poder político en sus competencias. Pero muchas veces eso sólo es una declaración vacía. En la práctica los distintos gobiernos se inmiscuyen. Y, por supuesto, la FIFA negocia y se asocia a ellos de distintos maneras.



Al principio del campeonato se le prohibió a Neuer, el arquero de Alemania, utilizar una banda de capitán con la bandera del arcoiris que era una protesta implícita contra la persecución de la homosexualidad por parte del gobierno qatarí y la manera en que se cercenan los derechos de la comunidad LGTB+.

Los jugadores alemanes zanjaron la discusión tapándose la boca en la foto oficial antes del primer partido. No repitieron el gesto en los siguientes: la organización los llamó al orden y muchos de sus compatriotas se lo reprocharon y le echaron la culpa a ese pequeño gesto de la derrota contra Japón.



Antes del comienzo del Mundial sucedió lo de siempre. La atención se centró sobre Qatar. Los líderes de los países desean organizar estos grandes eventos deportivos con la ilusión de mejorar su imagen internacional. Pero casi nunca lo logran. Lo que consiguen es poner una lupa gigante sobre los problemas y las inequidades de su país y que sean conocidas por aquellos que nunca le hubieran prestado atención a esa nación, a no ser que se convierta en sede de un Mundial.



En 1962, con mucho esfuerzo, Chile organizó el séptimo Mundial de Fútbol. “Como nada tenemos, todo lo haremos” había dicho Carlos Dittborn, el presidente del comité organizador. Los enviados especiales italianos al certamen escribieron crónicas poco favorables sobre la situación económica y social del país. Eso provocó que el clima de chauvinismo creciera y que cuando se enfrentaron en una instancia decisiva Italia y Chile el partido se convirtiera en una masacre: La Batalla de Santiago se lo llamó.



A los militares argentinos les sucedió algo parecido en 1978. Anhelaban dar una imagen al mundo de prosperidad, de tierra de paz. Lo que consiguieron fue que en todos lados prestaran atención al Caso Argentino, que hasta ese momento no había tenido gran difusión en la prensa europea y norteamericana (en Estados Unidos fue clave, cuando meses después, se conoció el Caso Timerman).

Para eso fueron fundamentales los comités de boicot que se formaron en distintos países europeos que no consiguieron que ningún equipo ni ningún jugador dejara de participar en el Mundial. Pero su logro fue mayor: difundieron de manera eficaz y masiva lo que sucedía en Argentina.

A raíz del Mundial 78 se conocieron en todo el mundo las violaciones a los derechos humanos y su brutal magnitud. Fue también la ocasión en que las Madres de Plaza de Mayo obtuvieron por primera vez relevancia internacional.

En Qatar ocurrió algo similar. El mundo fijó sus ojos en el pequeño país petrolero y conoció su falta de libertades, el régimen autocrático, la persecución a los homosexuales, el maltrato a los trabajadores que construyeron los estadios y la ausencia de medidas de seguridad en los trabajos que provocaron muchas muertes.



Se habla de Sportwashing, de utilizar un Mundial o un Juego Olímpico para mejorar la imagen de un país, para favorecer la posición de un gobierno, para tapar sus verdaderos problemas. Pero casi nunca ocurre. Por lo general lo que logra el fútbol con su potencia es poner un gran reflector sobre todo lo que toca, exponer todo lo que se le acerca y multiplicar la atención.



La contracara de este fenómeno es que apenas comienza el primer partido, apenas la pelota se pone en juego, todo lo demás parece secundario. Las protestas se acallan, el malestar por las inequidades se aquieta, el interés por lo que no sea fútbol se disipa. Y todos seguimos los partidos y las distintas instancias definitorias olvidando las demás cuestiones.



El régimen iraní hace unos días ejecutó a un opositor. Fue un acto público estremecedor por su barbarie. Las imágenes fueron difundidas para conseguir el efecto disciplinador buscado sobre su población. Un hombre colgado en el aire, sin vida, bamboleándose desde lo alto de una grúa inmensa.



En estos días se conocieron otras sentencias de muerte. Uno de los condenados al patíbulo es Amir Nazr-Azadani, un jugador de fútbol de 26 años. Se lo acusó de haber cometido el delito de Moharebeh, cuya traducción es la de haber incurrido en “enemistad con Dios”. Un Moharebeh es un enemigo de Dios. Amir había participado de las manifestaciones ocurridas en los últimos meses por los derechos de las mujeres tras la muerte de Mahsa Amini.

Su delito fue ser opositor, intentar hacer escuchar su voz. Después de las protestas internacionales el gobierno iraní adujo que el futbolista había participado de una acción que terminó con la muerte de tres agentes de las fuerzas de seguridad iraníes: no se conoce ni una de las pruebas esgrimidas y el proceso distó de ser normal y de darle al acusado la posibilidad de defensa.

En estos meses la represión a las protestas ha ocasionado alrededor de 500 muertes y miles de detenciones. El régimen iraní dio un paso más en las últimas semanas: comenzó las ejecuciones públicas. Amir Nazr-Azadani es uno de los que espera en el patíbulo.



Varias leyendas del deporte levantaron su voz. Fue abierto un change.org que ya juntó miles de firmas para oponerse a su ejecución. Pero con la gran cita del fútbol en instancias finales, con toda la atención mundial sobre ellos, se requiere un gran gesto de la FIFA, una acción definitiva de condena con sanciones incluidas. No es el momento de mirar hacia otro lado.



Porque el silencio y la indiferencia se transforman en complicidad. No es el primer jugador iraní sentenciado a muerte. La primera participación mundialista de Irán fue en 1978. En Argentina empató un partido y perdió otros dos.

En el plantel faltaba un jugador que en algún momento de las eliminatorias había sido el capitán del equipo: Habib Khabiri. Tiempo después, en 1984, su pasado como capitán de la selección nacional no salvó a Khabibi. Fue torturado brutalmente y después ejecutado públicamente por oponerse al régimen. Tenía 29 años.



En el minuto ocho de cada partido de este Mundial, los disidentes iraníes dispersos en los estadios qataríes, cantaban con fervor. Los oficialistas, los fanáticos mandados por el gobierno actual, trataban de callarlos con cantos nacionalistas. Los que protestaban recordaban a Ali Karimi, la gran estrella del fútbol iraní de la década pasada.



Karimi alguna vez fue llamado el Maradona de Asia. Llegó a jugar en el Bayern Munich y convirtió 38 goles para su Selección. Karimi fue condenado en ausencia por las autoridades iraníes. Su crimen fue apoyar las protestas que se dieron en las calles del país tras la muerte de Mahsa Amini y pedir libertad para sus compatriotas. Karimi vive en Dubai. Allí se lo otorgó una custodia especial por las amenazas de muerte que recibió tras sus manifestaciones.



Karimi hizo lo que la FIFA no. Aprovechó su fama para que la situación de Irán se conociera, para propagar las violaciones a los derechos humanos, las persecuciones, los crímenes estatales.



La atención e indignación internacional que generó la condena a muerte de Amir Nazr-Azadani se multiplicó por su pasado como futbolista. El fútbol tiene ese poder propagador que la FIFA debiera aprovechar además de para organizar esa fiesta global que es una Copa del Mundo, para intentar que esos crímenes estatales reciban las condenas que ameriten. Una declaración oficial del organismo y sanciones al país infractor podría lograr un efecto sobre la población iraní que otras medidas no conseguirían.

Pero la FIFA en estas ocasiones prefiere callar y mirar hacia otro lado. El silencio es ominoso. Prefiere prestar atención a la intensidad de las quejas de los jugadores a las actuaciones de los árbitros. En esos casos, sólo en esos casos, se muestra severa.

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